DECLARACIÓN DE PRINCIPIOS
Hitler (y) mi Punto Final
Aún recuerdo cuando compré aquella obra monumental en dos Tomos, escrita por el brillante Joachim C. Fest. Era una tarde gris, de invierno. Hasta recuerdo perfectamente el modo del vendedor de la librería, las guías o separadores de páginas que me regaló como cortesía y donde tomé el autobús de regreso a casa posteriormente. Como era de esperar, la reacción de mi padre no fue la mejor. Él era un pacifista consumado y convencido, un hombre abocado al bien y crítico feroz contra el mal y las gentes que lo practican. Y Hitler era todo aquello que él detestaba en la vida. Con su avanzada edad, mi padre había sido contemporáneo de las dos Guerras Mundiales y como católico (cristiano intrínsecamente comprometido), rechazaba tajantemente los asesinatos en masa cometidos por el nazismo. Sin embargo, debido a mi padre mismo, supe quién era Adolf Hitler, “el pintor de brocha gorda” como lo llamaba “mi viejo”, haciéndose eco de los periodistas estadounidenses de la época bélica, que así le llamaban peyorativamente. Fue “mi viejo” quien pronunció el nombre de Hitler por vez primera ante mí, aunque lo hiciera burlonamente y subrayara aquella noche: “¡Qué derrotada le dieron a Hitler!” Y acompañó la exclamación con una amplia sonrisa de satisfacción.
¡Pues bien! Los dos Tomos de la vida de Hitler no sentaron agradablemente en mi casa (o en casa de mi hermana, para ser más preciso). Pero aquello solo era el comienzo de una exhaustiva biblioteca que iría haciendo con el paso de los meses y llegué a tener estantes completos de libros sobre el nazismo y la personalidad de los dirigentes del Tercer Reich. Mis familiares más cercanos no dejaban de deplorar la idea. Y, como era lógico y esperable, me hice un experto en el tema. Hasta el mismo Joachim Fest, el mejor biógrafo de Hitler, el autor de los dos Tomos a los que he hecho referencia, así me lo hace saber en una carta fechada del año 1983, en la cual me dice que soy eso… “un experto, no un simple conocedor del tema”.
El colmo fue cuando comencé a “competir” con el propio Fest, escribiendo mi biografía sobre Hitler en aquella casa a pocas calles de Plaza González Víquez, el barrio de toda mi vida. La pequeña máquina de escribir, marca Silverette, no dejaba de sonar mañana, tarde y noche y me veía rodeado de columnas de libros que consultaba frecuentemente. Mi hermana veía aquel desparpajo y callaba. Seguro pensaba que, “mientras no abandonara mis estudios en el colegio, todo podía ser permitido en cuanto a mi delirio por el nazismo.”
Tengo que confesar, eso sí, que, debido a mi problema psíquico de “atención dispersa” y “desconcentración intermitente”, me fue muy difícil asimilar todo lo leído; pero lo que entendí de cada libro, nunca más se borró de mi vida y a ello me he remitido siempre. Basado en el mismo problema, me costó muchísimo entender la prosa de Joachim Fest. Aquellos dos voluminosos libros de la biografía de Hitler y su pensamiento profundo, propio de un gran y connotado ensayista, eran un suplicio diario para mí; porque Fest, más que un narrador descriptivo de lo que era y hacía Hitler en su vida cotidiana, es un filósofo, un psicoanalista y un sociólogo del tema. En otras palabras, si esperamos que él nos cuente qué desayunaba el Führer, por ejemplo, y cuál eran sus lociones preferidas y su color de traje más agradable para él mismo, no lo vamos a encontrar en su obra escrita; sino, por el contrario, Joachim Fest interioriza en el pensamiento, en el alma del personaje y su época, más que en otras razones.
Todo esto lo explico porque, a finales de los años 70s, me deshice de toda mi biblioteca sobre el nazismo, decepcionado de mí mismo por haber fracasado en el colegio (quedé debiendo matemática para graduarme), y por haberme sumido en una horrenda crisis emocional. Al traste se fueron mis ilusiones de ser como Joachim Fest, un hombre al que admiré como profesional (era abogado, sociólogo, periodista, ensayista, escritor y editor adjunto del periódico Frankfurter Allgemeine); por haber suspendido abruptamente la redacción de mi libro y porque había alcanzado la categoría de un “don nadie”, sin títulos, sin plaza de trabajo y “flotando” entre la nada, mientras mis amigos y ex compañeros –los escuchaba yo en sus conversaciones-, iban escalando puestos en Bancos, empresas e iban camino de graduarse en las Universidades.
Y retomo el tema. Decía de mi problema de atención dispersa. Hace pocos días volví a comprar la obra de Joachim Fest, llamada “Hitler. Eine Biographie”; la encontré en la librería en una edición que los editores españoles llaman “de bolsillo”; es decir, resumida, con letra más pequeña y hasta “cercenada”. Me decepcionó leerla porque, comparativamente con los dos Tomos originales que compré en 1976, esta nueva versión me pareció “manoseada” y hasta vituperada por la casa editorial Planeta, de Barcelona. Pero es lo que pude encontrar en esta América Central tan atrasada y tan dificultosa en tantísimas cosas y razones con respecto al primer mundo desarrollado. Leí el voluminoso libro en menos de dos meses y sigo con mi problema de desconcentración intermitente y atención dispersa. Sin embargo, la madurez de mis (ahora) 58 años, me ayudó a comprender mejor el tema. No es lo mismo –como se afirma trilladamente-, leer un libro a los 16/17 años, que a los 58. Por eso siempre he aseverado que, por ejemplo, “El Quijote de La Mancha” lo tienen que leer los universitarios o dejarlo para que realicen sus tesis doctorales y nunca leerlo los estudiantes de secundaria a los 16 años, tal y como el Ministerio de Educación ha persistido siempre. Es un libro demasiado complicado para las mentes atribuladas de los adolescentes. Pero en esto, y en otros temas, he sido siempre una voz en el Sahara.
Al grano: tras haber leído otra vez la obra de Fest y sobre Hitler, doy por concluida mi relación con el nazismo o la historia contemporánea. Y concluyo que Alemania probó con el gobierno de Hitler algo así como el ricino, aquella medicina que si no te mataba… te curaba, pero igual maldecías cuando la tomabas. Ningún pueblo ha sufrido una catástrofe tan mortífera como los alemanes entre 1942 y 1945. Ni los negros africanos sometidos por el colonialismo inglés, portugués y francés, y convertidos en esclavos, han experimentado algo tan salvaje como los alemanes, a manos de rusos y Aliados. Y todo por culpa de Adolf Hitler. Nadie más tiene la culpa que él y sus fanáticos seguidores. Y no acepto la máxima de que “Hitler fue un mal necesario para Alemania”. Hitler, simplemente, no debió ser nunca, no debió haber salido del anonimato jamás y mucho menos llegar hasta el sitio donde la sociología y los acontecimientos de la época se lo permitieron.
Escuchando el audio-libro de August Kubizek, llamado “Adolf Hitler, mi Amigo”, llegué a la conclusión de que el joven Hitler que ahí se describe, fue el mismo que, años posteriores, alcanzó el poder en Alemania y no dejó de ser quien era (irascible, racista, violento, solitario, enajenado, frustrado y vengativo), para desencadenar todos sus complejos y odios sobre el mundo existente en aquellos años de su encumbramiento. Va a parecer trillado lo que voy a escribir, pero él era la personificación del mal, el mal lo movía, le daba esa fuerza motriz que parecía positiva y lo impulsó hasta las más altas esferas y puestos de directriz; pero que, esencialmente era eso nada más… maldad, deseo incontenible de destruir, incluso al mismo pueblo alemán al que él decía que amaba. Quien lea esto, podrá decir que yo “he descubierto el agua tibia”; pero para mí, en lo personal, en lo espiritual, en lo profundo de mis entrañas, fue muy importante llegar a tal conclusión sobre este personaje. Porque, la primera vez que leí la obra de Fest, entre 1976 y 1978, Hitler se convirtió para mí en algo así como el Mesías del pueblo alemán y no mereció el final que alcanzó al término de la segunda Guerra Mundial; pero ahora, con la edad que tengo –y me duele reconocerlo-, yo me equivoqué de plano, de principio a fin. A Hitler no lo necesitaba ningún pueblo, ningún país, ninguna raza, ninguna especie y ningún planeta posible. Alemania hubiera podido resurgir, de la mano de otros líderes, de la debacle de la Primera Guerra Mundial, sin necesidad de apelar y convertir en “mesías” a aquel austríaco descarriado que creó el Tercer Reich y que luego sucumbió con él y su abundante y engañosa retórica. Y con esto, abjuro a todos los sentimientos y pensamientos que albergué e hice crecer en mi yo interior, en 1976/77 y 78. Me libero completamente de ello. Quizás un poco tarde, pero igualmente es bueno para mi alma.
Desgraciadamente para los alemanes posteriores a la derrota de 1918, no aparecieron los hombres gallardos que urgían en la nación, tales como Konrad Adenauer, Willy Brandt, Helmut Kohl o Helmut Schmidt (estos dos últimos muy posteriores al final de la Primera Guerra Mundial); y, por el contrario, solamente se podían tomar en cuenta a los Friedrich Ebert, Paul Hindenburg, Ludendorff y Huggenberg, como respuesta al mismo Hitler. No había nadie que respondiera apropiadamente a la demagogia de Hitler. ¡Nadie! Por eso el camino se le hizo “cuesta abajo” a Hitler para llegar al poder.
Mi epitafio en este punto final sería más o menos así: Adolf Hitler fue el castigo innecesario para un pueblo que ya estaba muy golpeado, como era el alemán; fue algo parecido a un “jinete del Apocalipsis” adelantado al final de la humanidad y que hizo “morder el polvo” con toda la intensidad y la catástrofe conocida, a una Alemania que, repito, no era merecedora de este oscuro personaje, quien, para colmo de males, ni alemán era siquiera. Finalmente, para conocer la mayor interioridad de Hitler, todo lo que subyacía en su corazón y en sus profundidades psíquicas y espirituales, me remito a ver, por documentales, la destrucción de Berlín en 1945 y años siguientes… Esas ruinas me dicen: “este fue el Führer, cada viga de acero retorcida, cada pared de hormigón en el suelo, producto de los bombardeos Aliados… es Hitler, es el vivo retrato de un hombre que creyó en la muerte antes que en la vida y desató todo su odio contenido a lo largo de sus 56 años sobre un pueblo que nada le debía y sí tenía mucho por cobrar al resto de la humanidad que lo había sumido en la miseria y el acabose. Y si deseo conocer al corazón de Hitler, lo que contenía en él, repaso las imágenes del campo de concentración de Auschwitz (al que conozco como la palma de mi mano), y los demás campos de exterminio por toda Europa. Ahí están los sentimientos de este austríaco, pintor y arquitecto fracasado a principios del Siglo XX, el joven que vio a su madre muriendo de cáncer del seno y al eterno solitario asaltado por los fantasmas del hambre, la escases personal y por una sociedad que no le permitió realizarse en aquellos tempranos años como ser humano y profesional.
Solamente hombres con un temple parecido al suyo, como lo fueron Winston Churchill, Roosevelt, el Mariscal Montgomery y Eisenhower, pudieron contenerlo, porque eran hombres con la misma fuerza de Hitler, pero era una fuerza de bien, de bondad, de justicia precisa, frente a la manifiesta maldad del Cabo austríaco. De lo contrario, sin esos líderes… el nazismo quizás hubiese triunfado y hoy estaríamos todos muertos o simplemente… no hubiésemos nacido. Yo abjuro, como tenía que ser. Mi padre tenía la razón. Él era un hombre bueno y yo un adolescente sin sentido, a la vera de caminos oscuros, esencial y profundamente oscuros.
Una aclaración vital
La importancia del escritor alemán Joachim Clement Fest en mi vida, es única. Aparte de la temática que abordó siempre en sus libros, tengo que reconocer y decir que haber leído su obra universal, transformó mi vida, le dio un nuevo rumbo. Su intelectualidad cambió mi manera de ser, mi ser esencial, y fue la base inmejorable e insuperable para que yo me realizara como persona. Fue ejemplar.
A partir de su inspiración, yo quise ser como Fest, tener varios títulos profesionales y grandes puestos de trabajo. Ante su capacidad como escritor, con el paso del tiempo yo escribí mis propios libros (novelas, ensayos, recopilación de artículos de prensa, etc); ante su posición como Editor de un famoso periódico alemán, yo fui jefe y editor también de periódicos y revistas en Miami, Houston, California e internet; ante su carrera profesoral, yo ejercí la enseñanza durante más de 35 años en las aulas académicas. Joachim Fest fue mi “parte-aguas” de una vida insulsa de jovencito y de un intelectual que resulté ser al cabo de sus libros. Por eso siempre lo llevo presente en mis pensamientos, sentimientos y palabras.
Finalmente he de contar que trabajé con y para alemanes en la prensa escrita, me aceptaron plenamente, me dieron su afecto, su admiración y sus elogios. Fui jefe en periódicos alemanes y me di a conocer ante ellos como siempre soñé. No me defraudaron, no los defraudé. Y aquella carta de Joachim Fest, que me envió en 1983, fue una llave que abrió esas pesadas puertas del mundo germano que muy pocos latinos suelen y pueden abrir.
“Parte-aguas”, algo así como el alfa y el omega en mi vida, eso fue ese gran personaje alemán. El resto, lo que arrastro, boto o sobrevive en mi personalidad, poco importa, poco incide, poco cambia ni determina.
Aquellos dos libros que compré en 1976 y que, de una manera u otra, cambiaron mi vida.
El autor, Joachim C. Fest: sencillamente extraordinario, lo mejor que he leído. Mi maestro, mi punto de referencia.
La obra: Definitiva.
Joachim Clement Fest. Un maestro del ensayo brillantemente formulado.
Mi maestro, un hombre para imitar y para seguir a manera de guía vivencial e intelectual.